viernes, 15 de abril de 2022

Look up! o cómo sobrevivir a un depredador


Se ve que me paso por aquí cuando la necesidad de vomitar lo que tengo dentro es tal que ni me bastan las pocas líneas que escribo en mi diario. 

El otro día hablaba con la maravillosa Violeta sobre la necesidad de hacer un checking cada cierto tiempo observando esas señales que nos alertan de una entrada a las mazmorras, como dice ella, de un posible período de bajón o depre (llámalo como quieras). Y le comentaba que mi análisis en busca de taritas lo paso a primera hora, desde que abro los ojos. Si después de abrirlos, tomarme el primer café y darme una ducha, no se espabila el día, mala cosa, algo falla. En dos ocasiones durante mi vida adulta me ha ocurrido eso y vaya que iba mal, que al final tuve que recurrir a medicación y terapia. Pues sí, ahí está mi checking. Se ve que soy una tía que me gustan las mañanas (aunque me muera de sueño) y las vivo como lo que son, el comienzo de un día de oportunidades y cosas chachis. 

Esta charlita y mirada pa'dentro, que hacía unos meses que no hacía, me ha removido un poco. Abro los ojos, me chequeo y todo ok. Todo va bien, dentro de un orden como diría Tomás Morales, es decir, dentro de una pandemia, una guerra, un volcán en erupción.................... y no acaban los puntos suspensivos. Dentro del contexto que tenemos estoy bien. 

Pero amiga, a mí que me gusta a veces entrar en esas mazmorras que fueron hogar durante mucho tiempo, años. Se me ocurre la brillante idea de ponerme con una novela que tenía pendiente, a la que le auguraba un removimiento de entrañas de las que te deja herida. Pero lo necesitaba. Así es. 

La novela en cuestión, El consentimiento, de Vanessa Springora. Una historia corta, que va al grano, que no se anda con chiquitas, y que te destroza si has tenido algo que ver con lo que cuenta. 



Con trece años, Vanessa Springora conoce a Gabriel Matzneff, un apasionado escritor treinta y seis años mayor que ella, tras cuyo prestigio y carisma se esconde un depredador. Después de un meticuloso cortejo, la adolescente se entrega a él en cuerpo y alma, cegada por el amor e ignorante de que sus relaciones con menores llevan años nutriendo su producción literaria. Más de treinta años después de los hechos, Springora narra de forma lúcida y fulgurante esta historia de amor y perversión, y la ambigüedad de su propio consentimiento. 

Tras leer la sinopsis de casualidad un día cualquiera, enseguida lo aparté a mi lista de pendientes. La experiencia de leer una historia sobre la manipulación de un hombre mayor a una adolescente no es que me atraiga, esa ha sido una historia vivida en primera persona y de la que no me da ningún morbo regodearme en ella. Pero sí necesitaba leer esa parte de "consentimiento", algo que he masticado en mi historia y que con los años aún me cuesta lograr convivir con ello. Dista mucho el abuso sexual que sufre una mujer en un momento determinado, involuntario, violento; a una relación de manipulación y dominación en la que la víctima se entrega libre y voluntariamente, o en apariencia es lo que cree. Por ello es un tema muy complejo y difícil de gestionar una vez sales de la mazmorra. 

Pues me puse a ella ayer, me la zampé en un par de horas porque en realidad es muy cortita y la lectura se hace ágil.  Springora no pierde el tiempo en regodearse con las escenas, simplemente cuenta lo que ocurrió y cómo lo vivió. Se me pone la piel de gallina en verme reflejada en tantas páginas, salvando las distancias del caso y del contexto. 

En primer lugar, la autora divide la historia en el proceso que sufre una persona cuando se mete en una historia como ésta: la niña, la presa, el dominio, el abandono, la huella y escribir. Ya sólo con el título de los capítulos me dio un síncope, porque efectivamente, degusté todos esos ingredientes. No voy a meterme en todo lo que viví como propio, porque no acabaría y corro el peligro de quedarme atrapada en la mazmorra, sin necesidad. Pero sí quiero señalar algunas cosas que me sorprendieron de esta historia. 

En primer lugar, llamar a cada cosa por su nombre. 

Vanessa comenzó su infierno con G. (así trata ella todos los personajes de su historia, por sus iniciales) cuando tenía 14 años, mientras él tenía casi 50. Mantuvo una relación con G. hasta casi los 16. Y ya cuando acaba con él sabe discernir qué tipo de relación ha tenido, sabe quién es él y lo que trata de hacerle. 

En mi caso, bajé a los infiernos con 16 años, la inicial de mi infierno es S. y tenía 41 años, y era mi profesor de instituto. A pesar de yo ser más mayor y no tener tanta diferencia de edad como la historia de V., con 16 años era una niña que no había mantenido relaciones con ningún hombre, y sólo había tenido algún noviete sanote que me daba alegrías. A diferencia de Vanessa, he tardado muchos años en ponerle nombre a las cosas. Mi historia no duró dos años, duró diez. Cuando me separé no lo hice por los verdaderos motivos, no fue sino en los siguientes dos años en los que cogí conciencia de lo que me había pasado. Es más, durante el proceso de separación fuimos a terapia de pareja y el psicólogo escuchó atentamente el llanto de S. que estaba hundido porque la mujer de su vida lo iba a dejar. En esa terapia yo no hablé de lo que habíamos vivido en diez años, ni siquiera era consciente de todos los episodios que mi cabeza había bloqueado para sobrevivir. Y así el terapeuta me presionó ante las lágrimas de S. para que no me comportara como una niña caprichosa. Qué cosas... ganitas de volverme a encontrar con ese profesional y preguntarle ¿tú no viste las señales? ¿no era evidente?

Y el nombre a este drama lo pronuncié sólo hace un año, en terapia. Ni fui yo la que lo pronuncié, la verdad. Mi psicóloga me preguntó, ¿con qué palabra definirías a S. en la relación que mantuvo contigo? y le dije un poco avergonzada ¿maltratador?. Me dijo, no, depredador. Ese momento pasó muy desapercibido en la terapia, pero para mí fue una ola que me devoró cual tsunami. Si me costaba pronunciar la palabra maltrato en mi historia, yo que sólo recibí un guantazo en esos diez años y no se podría decir que su trato fuera denigrante en nuestra vida cotidiana, al contrario. Pues si me costaba encajarlo ahí, cuanto más utilizar la palabra "depredador". 

Me veo un poco torpe que haya tardado tanto en ponerle nombre y apellidos a S. Sabía que no era un buen tipo, y en petit comité podría decir que lo que recibí de él fue un maltrato psicológico de manual. Pero claro, con 16 años, con toda la alegría por vivir, inocente en un montón de cosas, pero creyéndome adulta para afrontar otras cosas, me topé con un depredador, y caí. Si me quedo un rato en la mazmorra, se me acelera el corazón, y casi siempre es enfado lo que siento, conmigo misma, por no haber estado avispada. A veces le doy vuelta a tantas escenas que viví y pienso, pero con lo inteligente que eres, cómo es posible que permitieras todo aquello. 

El caso es que no se puede dar marcha atrás, arrepentimiento absoluto de perder diez años de mi vida, pero ya está, no me voy a flagelar de por vida. 

Y otra cosa sorprendente entre mi historia y la de V. es que a ella le ha costado muchísimo rehacerse, después de G. le costó mucho ser normal, vivió en las mazmorras muchos años, y aún hoy reconoce que se le hace duro. 

En mi caso no puedo decir que mi vida sea un infierno por lo que viví, al contrario. Es verdad que tardé un par de años en ser una persona normal, fue un proceso duro y lento. Siento que Dios me ha librado de una vida penosa llena de taras y traumas que me invaliden a amar sanamente. También me ha dado buenas herramientas para no vivir hipotecada. En primer lugar, la disposición de abrirme en canal y hablar de este tema con naturalidad para poder sanar. Este tipo de experiencias, si no las vomitas hacen bola, y es muy difícil de gestionar. Por otro lado, cuando lo naturalizas llega un punto que lo despersonalizas de algún modo, es decir, llegas a relativizar con todo lo que viviste, te centras en el hoy, en lo que has conseguido, en el triunfo de salir de aquello, estar en esto y poder amar de forma sana a alguien. Poder llegar a usar la ironía y el humor ante cosas que te ocurrieron, a mí me ha servido, es mejor reírse de lo absurdo de aquello, de lo idiota que fui, que quedarme anclada en el drama. 

También es verdad que los oídos ayudan, y yo he tenido un interlocutor magnífico que siempre ha sabido llevar este tema. Cuando hemos tenido que llorar, lo hemos hecho, cuando hemos tenido que quitarle hierro al asunto y reírnos, también. Ha respetado mis tiempos, mis miedos y sobre todo, siempre he podido expresar todo lo que se me pasaba por la cabeza sin miedo a ser juzgada. Y Franito es maravilla (a él no le pongo iniciales, se merece un monumento).

A ver, no todo es perfecto. Experiencias como la que viví te calan muy hondo. Hoy tengo un matrimonio estupendo, tengo una vida normal, me siento bien, feliz. S. no me quita felicidad. Pero sí es una herida, una sombra. Después de once años de aquello, aún sigo teniendo pesadillas con S. Han pasado a formar parte de mi cotidianidad, no es raro que sueñe con él un puñado de veces al mes. Los monstruos acechan por las noches, y él a veces vuelve para que me quede atrapada en aquella casa, en aquella vida. Pero despierto, miro a mi lado, y veo a Franito durmiendo, lo toco, respiro, me doy la vuelta, y los monstruos se van. Por la mañana digo "¿Adivina con quién soñé anoche?". Le ponemos humor a la cosa y seguimos con la vida. 

No sé si algún día dejará de venir a buscarme por las noches, quizás ese es el precio. También he aprendido a vivir con ello. Ya no soy aquella B., anulada, triste, viviendo una vida sin mí. 

Ahora soy yo, Betsabé, con todas sus letras.


Nota: Me falta el último capítulo de la historia de Vanessa, escribir. Quizás algún día...


mira hacia arriba, ¿ves la luz del sol? 
mira hacia arriba, hay flores en tu pelo
espera, porque alguien te ama
sabes que los problemas siempre van a estar ahí
no dejes que te ponga de rodillas... mira hacia arriba

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